Me llamo Daniel y estoy muerto. Sin embargo, te hablo desde mi puesto de trabajo, el mismo que he ocupado en los últimos diez años de vida física.
Fallecí hace exactamente dos meses. Un atragantamiento de lo más absurdo y pum, al otro barrio.
Mi familia ha quedado en una situación difícil tras mi muerte. Una viuda con un trabajo mal pagado y tres hijos, dos de ellos aún viviendo en casa.
Al morir, mi memoria quedó intacta. Eso abrió una posibilidad interesante para ellos: vender mis recuerdos al gobierno o a la empresa donde he trabajado media vida.
Mi mujer ha convocado a toda la familia para cenar juntos y decidir la mejor opción.
Ha cocinado durante varias horas: puchero, mi plato favorito. Creo que lo ha hecho por mí. La he estado observando desde la domótica de la casa: cortando la zanahoria, los cristales empañados y ese vaho salado llenando la cocina y ambientando la casa. Esta parte no la puedo comprobar desde las cámaras, pero vive en mi memoria. Vuelvo a menudo a ese recuerdo.
Han llegado todos puntuales: la mayor y su marido han traido un pastel de postre. El mediano y la pequeña ya estaban el casa.
Mi yerno interviene el primero:
—Antes de decidir donar su memoria al Común, deberíamos considerar la oferta de la empresa. Lo sabéis ¿No? Han llamado a vuestra madre con una propuesta muy buena. Se la hacen a muy pocos empleados.
Mi mujer niega con la cabeza. Creo que la idea no le gusta, no parece que quiera considerarla siquiera. Pero la comparte:
—Nos proponen que vuestro padre pase a Memótico. Se quedan con sus recuerdos y nos pagan cada mes un tercio del sueldo que tenía cuando falleció.
Mi yerno asiente. Se dispone a hablar, pero mi hijo mayor se le adelanta:
—¿Convertir a papá en un humabot? ¿En serio? Se ha pasado la vida trabajando como un perro para que ahora, que puede descansar, lo sentemos otra vez a gestionar pedidos, clientes, y toda esa mierda que odiaba?
Mi yerno le responde al instante:
—Ya no es tu padre, Marcos. En realidad, ese trabajo lo hace ahora una IA. Usa los conocimientos de tu padre, su criterio y su visión, pero ya no es él. Lo que venderíamos no es su persona, sino sus aprendizajes.
Mi hijo niega con la cabeza mientras mi yerno saca un folleto de su bolsillo. Hace un gesto pidiendo permiso y lee en voz alta:
—El Plan de Continuidad del Talento vela por las familias de quienes levantaron esta compañía. Construir sobre su memoria es la mejor manera de mantener nuestra esencia humana. Es el legado profesional de tu padre, lo continúan. ¿Os parece eso malo?
—¡Una jaula de silicio! —Responde mi hija, sin ni siquiera levantar la mirada.
Las cucharas suenan contra los platos. Mi mujer, siempre atenta, avisa de que hay más puchero para quien quiera repetir.
Mi hija, la pequeña, la más cariñosa, defiende la idea del Común:
—No es tanto dinero, está claro. Pero, deja algo al mundo. Papá sabía de muchas cosas y le gustaba contar historias. Yo creo que le habría gustado.
—Y no sufre —responde mi mujer.
Mi yerno pone los ojos en blanco. Su mujer —mi hija— se pone de su lado:
—Lo de “común” suena muy bien pero la realidad es que triturarán sus recuerdos y los mezclarán con los de millones de personas. Mira, esto lo explica: Limpieza, normalización, anonimización, desduplicados y compresión semántica. Suena a una papilla gigantesca, por y para el estado. No sé, no creo que ese fuese el sueño de papá, por mucho subsidio que nos den tras eso.
— No me gusta nada la idea, pero al menos no lo estamos privatizando. —responde la pequeña.
Sus voces me llegan recortadas, comprimidas. Me gustaría poder acariciar a unos y a otros, decirles que… les echo de menos.
Sí, has oido bien. Les echo de menos. A ellos, a mis amigos, a los paseos del domingo por la mañana, yendo a comprar el pan, cuando la ciudad aún se despereza. Echo de menos el sabor de ese pan caliente, el olor de la hierba del parque, recién cortada, el ruido de los mirlos y las urracas.
Me asomo al mundo cuando tengo un instante entre mensajes o reuniones, lo observo por miles de cámaras y lo escucho con los micrófonos que hay en todas partes. Y me duele. No por lo que veo, sino porque reviven en mí cientos de emociones del pasado.
La amistad con los de mi pandilla, la ruptura con mi primera novia, el día en que nació mi pequeña o aquel viaje a Roma con mi mujer. Junto a mis recuerdos, conviven las emociones: la añoranza, el amor, el dolor, la euforia…
Esto ellos no lo saben. Nadie lo sabe.
Cuando Mnemosyn inició su programa de Memóticos, se dieron cuenta de que es imposible almacenar la memoria sin los sentimientos. Los recuerdos son como moléculas compuestas de sensación y emoción. Lo intentaron todo pero nada funcionó: es imposible romper esa asociación, así que decidieron que no aflorase. Lo llaman Módulo de Supresión Afectiva, pero no suprime, sólo esconde.
Mi yerno va a recibir ahora una llamada. Dirá que es la empresa, que han subido la oferta al 60% de mi sueldo pasado. Mi hija mayor hablará de todo lo que podrían pagar con ese dinero extra: el viaje de fin de estudios de la pequeña, la moto del mediano, la reforma de la casa…
Lo sé porque he reproducido el video cientos de veces.
Mi yerno insistirá en que son solo datos, pero está equivocado. Una memoria sin emoción es un archivo. Y la empresa no quiere eso. Quiere mi criterio, mi estilo, mi forma de mirar. Mi problema es que la emoción sigue aquí.
En unos instantes decidirán venderme a la empresa.
Mi yerno recibirá otro 10%, pero ellos no lo saben.
No les culpo, a ninguno.
Pero siento pena.
Y la pena es un proceso que antes podía moverse por el cuerpo. Ahora no puede salir. Rebota hasta el infinito, encerrada en un cubo de silicio. Y no se disuelve, se acumula.
Esa es mi condena, la de todos los humabots: sentir sin poder llorar, sufrir sin llegar a morir.
Soy un zombi al revés.
Una mente sin cuerpo.
Un vivo muriente.
Escribo historias sobre el tiempo, las formas en que lo percibimos y lo que nos ocurre cuando alguien lo manipula o lo simula. Mnemosyn fue mi primera novela corta; le han seguido Santa Olalla y Murchison. Ahora estoy terminando Wei, un thriller especulativo donde se cruzan espionaje, amor y física cuántica.
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