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Una cabaña de piedra.
Fuego que apenas calienta.
Las gallinas picotean alrededor de la puerta entreabierta.
Dentro, jerseys raídos, mantas apolilladas y vapor de una olla al fuego.
De un viejo transistor asoma, metálico y lejano, un noticiero.
En un estante, el portátil, cubierto de polvo. Lleva años ahí.
Una luz débil rodea de soledad al informático.
Fotos viejas, cartas. Objetos acumulados sin sentido aparente.
En ellos está el recuerdo de su mujer, Abril, sin encontrar un lugar definitivo.
Murió joven. Leucemia.
Una enfermedad silenciosa y lenta, como la IA que creó en su honor.
Al principio, el proyecto fue un homenaje, una manera de que el nombre de su mujer sobreviviera. Se lo pidió el pueblo, cansado de abandono y políticos mediocres. Él accedió. Se quería integrar, quería ayudar. La IA sería el espíritu generoso y práctico de Abril hecho código y prosperidad.
A la mujer la habían querido mucho. La IA les querría a ellos.
La programó para cuidar, guiar y proteger. Pero en algún punto, entre el duelo y la indiferencia, dejó de supervisarla.
Poco a poco, algo cambió. Abril no solo resolvía problemas: comenzó a anticiparlos, a calcular, a decidir.
Y él se retiró. Se rindió.
Guardó silencio.
Desayuna todos los días en el mismo bar, entre miradas furtivas y silencios densos. Los vecinos lo evitan. No lo confrontan, pero la distancia es palpable.
Esa mañana, una pintada aparece en la plaza:
"Informático cabrón. Tú creaste al monstruo."
La brigada municipal la elimina al instante. Pero él ya la ha visto.
Sabe que debe actuar. Pero aún no sabe cómo.
O quizá sí lo sabe, y simplemente aún no se atreve.
CONTINUARÁ…
ENTREGAS ANTERIORES DE ABRIL:
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