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El panadero desayuna en su cocina, sin uniforme.
La ropa de faena descansa en una silla, como si también necesitara tregua.
No hay turistas. No hay autobuses.
No hay consignas por el altavoz.
Sólo lentitud, café con leche y el bizcocho que sobró de ayer.
En una ventana la prensa, en otra la hoja de cálculo.
El cursor parpadea como un metrónomo ciego.
Haber. Debe. Saldo. Beneficio.
Es una partida de damas a punto de terminar.
Todo cuadra.
Y eso inquieta.
Pero el silencio no es vacío.
Es espera.
Es antesala.
Un estallido agrieta el aire.
Es el teléfono de pared, góndola rojo, soldado de una guerra olvidada.
No timbra, revienta.
Una vez.
Otra.
Otra.
Sólo ella llama a ese número.
No necesita presentarse.
Entonación amable, cadencia medida.
No pregunta, sugiere.
No sugiere, decide.
Hoy no solo él ha recibido la llamada.
Muchos han asentido sin decir palabra.
No hay órdenes, pero hay consecuencias.
No hay castigos, hay distancias.
Llámalo incentivos, llámalo alineación.
Llámalo como quieras.
El panadero anota una cifra más.
El proveedor nuevo es más caro.
Pero es del pueblo.
Tu esfuerzo se tendrá en cuenta.
La harina ya ha subido.
El pan no lo hará.
Y su hija conservará la beca.
Porque Sigüenza es lo primero.
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