Abril (versión de texto)
Esta es la versión de texto del audiorelato Abril. Si prefieres escucharlo con atmósfera sonora y mi locución, asegúrate de hacerlo con auriculares para no perder matices. Si prefieres leer, adelante.
Nieve
Nieve sucia, cansada, cediendo al sol.
El arroyo respira despacio bajo el puente. Los cipreses vigilan inmóviles, negros contra el cielo pálido. Sigüenza duerme.
Campanadas.
Los pájaros prefieren callar.
Un crujido lento, cada vez más cerca.
El zumbido de un abejorro eléctrico.
Un Tesla, del ayuntamiento.
Se desliza, negro y lento, como una pantera. Quiere ser visto.
Una anciana barre su portal. Las cámaras del coche giran en su dirección. Ella lo advierte. Devuelve la mirada.
La sostiene con orgullo empañado.
Un segundo. Dos. Tres.
Agacha la cabeza y entra en su casa.
El coche desaparece tras la esquina pero el zumbido permanece en el aire. En la nieve, un rastro de neumáticos. Limpio, preciso. Calculado.
Turistas
Las persianas metálicas rugen como fieras recién liberadas.
Una máquina limpiadora. Otra. Y otra más. El vapor a presión elimina la modorra. El pueblo se despereza con urgencia, como si temiera haber dormido más de la cuenta.
El obrador, la cafetería, la oficina de turismo… Cada uno en su puesto, el gesto medido, al compás de tambores silenciosos.
El municipal y los guías turísticos toman posiciones y repasan mentalmente, las rutas asignadas.
La espera se estira. Todo está listo, nadie se atreve a moverse. El pueblo aguarda como un perro amaestrado.
Un dron vigila la carretera desde el cielo. Otro zumba sobre el pueblo. De repente, el altavoz. Un aviso. Todos comprenden. La voz llega metálica, desde un poste en la alameda:
—Todos preparados. Los autobuses llegarán en un minuto.
Los delantales se ajustan, las tazas de café aún vacías, alineadas en formación de revista sobre las barras. Alguien corrige la posición de una figurita de porcelana en la tienda de regalos.
El primer autobús suspira metálico y vierte su carga: cientos de visitantes: gorras, mochilas y cámaras. Buscan bollos artesanos, olor a leña, una postal de piedra vieja. Como coito sin deseo en una historia ya escrita y repetida, sábado tras sábado.
El día se empieza a desgastar. El rebaño se divide en coreografías previsibles. Escozor, incienso y fotos con falsas armaduras medievales. Ocho horas de roce tibio entre pieles cansadas.
El sol ya no soporta la escena.
Los autobuses succionan a los visitantes de vuelta. Cámaras llenas, memoria vacía y falsas promesas de retorno.
De camino a la frontera, el dron les escolta.
El pueblo entero aguarda la palabra de arriba. Una membrana metálica tose tres tonos descendientes, anticipando la voz de Abril:
—Buen trabajo, Sigüenza. El pueblo ha crecido 29.343 €. Ahora recoged y descansad.
Un perro sin dueño cruza la calle mayor. Avanza dudando, como si conociera el castigo. No espera nada. No pertenece a nadie. Se detiene y orina en un viejo poste de teléfonos.
En lo alto, a punto de caerse, un cartel electoral olvidado.
Vota Abril. Prosperidad inteligente.
Lunes
El panadero desayuna en su cocina, sin uniforme.
En una silla, la ropa de faena, como si también necesitara tregua.
No hay turistas. No hay autobuses. No hay consignas por el altavoz. Sólo lentitud, café con leche y el bizcocho que sobró de ayer.
En una ventana la prensa, en otra la hoja de cálculo: ingresos, gastos, saldo, beneficio. Todo cuadra a la perfección.
El panadero calla, espera.
El cursor parpadea.
Un estallido agrieta el aire. El teléfono de pared, góndola rojo, revienta en un estallido metálico.
Una vez. Otra. Otra.
Sólo ella llama a ese número. No necesita presentarse. Muchos más reciben su llamada. Entona con amabilidad, su cadencia es perfecta.
La mayoría asienten sin decir palabra. No son ordenes sino sugerencias, incentivos. Todos comprenden y se alinean.
El panadero anota una cifra más. El proveedor nuevo es más caro, pero es “del pueblo”
—Carlos, tu esfuerzo se tendrá en cuenta.
Un click metálico.
Silencio.
La luz entra por la ventana empañada.
En la hoja de cálculo, el precio de la harina sube. Pero el pan no lo hará. Y la hija del panadero conservará la beca.
Informático
Una cabaña de piedra en una ladera.
El fuego cruje recién encendido, pero aún no calienta.
Las gallinas picotean alrededor de la puerta entreabierta.
Adentro, jerseys raídos, mantas viejas y vapor de un caldo hirviendo. De un viejo radiocassette asoma, metálico y lejano, un noticiero.
En un rincón, el portátil, cubierto de polvo. Lleva años ahí.
Una luz débil rodea de soledad al informático. Fotos viejas, cartas. Objetos acumulados sin sentido aparente.
En un estante, el retrato de su mujer, Abril.
Murió joven; una enfermedad silenciosa y lenta.
Al principio, el proyecto fue un homenaje, una manera de que el nombre de su mujer sobreviviera. Se lo pidió el pueblo, cansado de abandono y políticos mediocres. Él accedió. Se quería integrar, quería ayudar. La IA iba a ser el espíritu generoso y práctico de Abril, convertida en código.
A su mujer la querían, la IA les querría a ellos.
La programó para cuidar, guiar y proteger. Pero en algún punto, entre el duelo y la indiferencia, dejó de supervisarla.
Poco a poco, algo cambió. Abril no solo resolvía problemas: comenzó a anticiparlos, a calcular, a decidir.
Y él se retiró. Se rindió. Guardó silencio.
Baja cada mañana al pueblo. Desayuna en el bar, entre miradas furtivas y silencios densos. Los vecinos lo evitan. No lo confrontan, pero la distancia es palpable.
Esa mañana, una pintada aparece en la plaza:
Informático cabrón.
Tú creaste al monstruo.
La brigada municipal la elimina al instante. Pero él la ha visto.
Entra en casa, mira el portátil. No lo enciende.
Sacerdote
La lluvia está remitiendo. El último rayo de sol se cuela bajo las nubes, salpicando la piedra de naranja.
En el bar de la plaza, dos viejos sentados en una mesa. Un programa de sucesos en la tele. La camarera pendiente de su móvil. La máquina tragaperras tintinea, pero nadie le presta atención.
Un todoterreno aparca en la puerta.
—Míralo, el informático —dice uno de los viejos, en voz alta.
El otro alza las cejas y tuerce la boca. Nadie contesta.
Carlos baja del coche. Se detiene. Un zumbido lejano se va acercando. Ya está encima suyo. Se pone la chaqueta despacio y camina hacia la iglesia.
Dentro, luz anaranjada, eco y frío.
No se persigna. Tercera bancada. Se sienta, agacha la cabeza.
Huele a cera y humedad.
Una puerta cruje al fondo. Unos pasos se acercan con serenidad.
—Él lleva tiempo esperándote, Carlos —dice el cura, señalando con la cabeza al altar.
—¿Cree que me perdonará?
De nuevo el zumbido. Una vidriera tiembla. Afuera, el dron inquieto, como un abejorro, busca por dónde entrar.
El cura devuelve la mirada al informático.
—¿Te has perdonado tú, Carlos?
—No sé cómo arreglarlo, Padre.
El sacerdote sonríe. Se da media vuelta y vuelve por donde vino.
—¡Pregúntale a él! —añade, antes de desaparecer.
El zumbido no se va.
Prompt
El viento jadea afuera y trata de colarse por la chimenea. Las gotas de lluvia golpean el cristal.
Un vaso gastado, el único que tiene. Lo llena de vino. Se lo lleva a la boca pero se detiene antes de beber. Lo devuelve a la mesa.
Se acerca a la lumbre. Agarra otro tronco. Siente la aspereza de la madera bajo las yemas de los dedos. Lo echa al fuego. Se asoma a la ventana, pero no se ve nada. Ya es de noche.
Se detiene en el estante y recoloca el retrato de ella. Cierra las contraventanas y vuelve a sentarse. Las bisagras del portátil crujen al abrirse. Se recoloca en la silla.
Las líneas desfilan por la pantalla. La luz se proyecta en su cara. Borra una línea. Se detiene. El cursor aguarda, parpadeante.
Teclea una última instrucción:
> recuerda
Le da un sorbo al vino.
La música llega ondulante desde el radiocassette:
No time, no space
Another race of vibrations
The sea of the simulation
Keep your feelings in memory
I love you, especially tonight(Franco Battiato)
FIN
En estos relatos estoy tratando de entender las nuevas relaciones entre personas y tecnologías de una forma parecida a la que empleamos en diseño, pero con otras herramientas. Si la historia te ha gustado, no te voy a pedir que pagues nada ni hagas ningún donativo, pero sí que lo compartas en redes, me ayudará a que más gente los descubra.
Escribo historias sobre el tiempo y la memoria , las formas en que percibimos y lo que nos ocurre cuando alguien los manipula o los simula. Mnemosyn fue mi primera novela corta; le han seguido Santa Olalla y Murchison. Ahora estoy terminando Wei, un thriller especulativo donde se cruzan espionaje, amor y física cuántica.
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